Wes Anderson pretendía amar el periodismo pero se enamoró de sí mismo

Wes Anderson pretendía amar el periodismo pero se enamoró de sí mismo

A lo largo de su obra previa, Wes Anderson no se ha interesado demasiado por el periodismo. Cuando lo ha hecho, no obstante, ha sido suficiente para percibir que era algo importante para él, o que al menos le merecía una fuerte reacción, capaz de dialogar con sus inquietudes recurrentes. El mejor ejemplo lo encontramos en la que con toda probabilidad es su mejor película, Fantástico Sr. Fox, producción animada que adapta a Roald Dahl tomándose múltiples licencias. Por ejemplo, cuando el zorro protagonista deja atrás sus actividades depredadoras para formar una familia y abrazar, sí, el periodismo, ser convierte en columnista. El guion de Anderson y Noah Baumbach no duda en hacer mofa del intento del señor Zorro por ser alguien que no era.

El periodismo, entonces, no constituía tanto una impostura como, vinculándolo al tema principal de la película, una garantía de civilización. Fantástico Sr. Fox narra la trágica historia de un animal que deja atrás su naturaleza primigenia para abrazar una humanidad que echa a perder sus instintos y hace peligrar su rol como defensor y proveedor familiar. Escribir cada semana un articulillo de opinión se antojaba ridículo e inoperante cuando los suyos corrían peligro, y este malestar existencial entronca fácilmente con el catálogo restante de personajes de Anderson: seres que no se encuentran cómodos en su propia piel, que se engañan a sí mismos, que intentan proyectar una imagen tan cuidadosamente falsa y manufacturada como el estilo visual de este director texano. El periodismo apuntaba a ser, por tanto, una puerta de entrada a esa socialización finalmente ingrata, algo así como un pacto colectivo que domestica subjetividades.

Teniendo esto en cuenta, era inevitable acercarse a la décima película de Wes Anderson con suspicacia. El firmante de La crónica francesa es consciente de cómo el periodismo, sobre todas las cosas, nos sitúa en la sociedad y nos perfila como grupo, pero teniendo en cuenta que esta sociedad siempre ha sido mostrada en su cine como algo conflictivo y asfixiante, no cabía esperar una reflexión optimista sobre él. O, al menos, una reflexión con interés por lo material. Fue quedando claro cuando La crónica francesa apenas tenía terminado el guion, y Anderson se refirió a la temática que trataba con una desgana elocuente: «No es una película sobre la libertad de prensa», aclaró, «pero cuando se habla de los periodistas supongo que también se habla de lo que ocurre en el mundo real».

Más o menos desde Academia Rushmore, su segundo largometraje, el desinterés de Wes Anderson por la realidad aprehensible ha ido trascendiendo el guion para contagiar su puesta en escena al completo. Los delirios de los protagonistas de su debut Bottle Rocket se chocaban contra las carencias de nuestro mundo, pero este no dejó de mutar en las películas posteriores para adecuarse a los delirios susodichos y reflejar la insatisfacción de un modo distinto, que acabó consagrando a Anderson como uno de los autores más reconocibles de su generación. Planos cuidadosamente simétricos, de colores exquisitos, con una tipografía concreta y afloración de temazos de la invasión británica: Anderson había diseñado un mundo a su medida en el cine, definido por un control absoluto de lo que en él sucedía que, paulatinamente, iba marcando distancia frente a los espectadores.

Quizá podamos distinguir dos puntos de inflexión en esta huida de la realidad. En primer lugar, cuando Fantástico Sr. Fox le reveló que la animación era el medio idóneo para exacerbar este control y le motivó a repetir jugada en Isla de perros. Y en segundo, muy emparentado con La crónica francesa, cuando El Gran Hotel Budapest refrendó este ensimismamiento utilizando una narrativa al estilo «muñeca rusa»: una historia dentro de una historia dentro de una historia, con varios interlocutores contando lo que otros interlocutores les habían contado previamente.

La superposición de puntos de vista estrechaba los márgenes de la ficción central, transformándola en algo pequeño y constreñido —la maqueta convirtiendo «el gran hotel» en una cápsula— donde Anderson, más que nunca, podía disponer de sus personajes a placer. El mundo de Wes era, pues, una maqueta diminuta, cuya pequeñez intensificaba la claustrofobia de sus habitantes sin que pudieran hacer nada para escapar. Y quien dice personajes, dice la posibilidad de una narración mínimamente interesada por lo que ocurría fuera de la maqueta.

Así llegamos a La crónica francesa, ambientada en un escenario aún más pequeño como es el último número de una revista. La Crónica Francesa de Liberty, Kansas Evening Sun, una publicación estadounidense que se ocupa de la actualidad francesa gracias a la localización de su oficina en la ficticia ciudad de Ennui-sur-Blasé. La nueva película de Wes Anderson nos propone una lectura en clave audiovisual de este número de despedida, con sus textos cobrando vida y destacando tres reportajes a modo de historias independientes que ocupan la mayor parte del metraje de La crónica francesa. En este sentido, y frente a la sensación de gratuidad que exhibía la enrevesada diégesis de El gran hotel Budapest, el emplazamiento de La crónica francesa es más sofisticado y posee un encanto indudable, invitándonos a contemplar las portadas del kiosco como puertas de entrada a mundos enigmáticos, polifacéticos y llenos de interés. Claro está, no cualquier publicación valdría para un empeño así —o para una película de Wes Anderson que los fans reconocieran como suya—, y la elección del modelo también resulta enormemente reveladora.

La Crónica Francesa viene a ser el álter ego del famosísimo New Yorker, de casi un siglo de antigüedad. Fundada por Harold Ross (clara inspiración del personaje que encarna Bill Murray) y Jane Grant, esta publicación se ha erigido durante décadas como un referente del periodismo inquisitivo, también pudiendo ser entendido este como un ejercicio rabiosamente literario y estético. Las firmas de las que ha presumido durante su trayectoria —de Salinger a Hemingway pasando por Capote o Arendt— lo confirman tanto como el cuidadoso envoltorio que ha acompañado sus escritos.

El New Yorker tiene un look propio, desde esas caricaturas que han ido más allá de las páginas hasta una tipografía concreta, y la totalidad de su armazón conceptual otorga distinción a quien lo adquiere. Si pensamos en el New Yorker pensamos, con total seguridad, en imágenes atractivas. Por supuesto que Wes Anderson es un orgulloso suscriptor, y por supuesto que La crónica francesa lo homenajea de arriba abajo. Olvidando, oportunamente, el periodismo en sí.

Es decir, La crónica francesa no olvida el periodismo, pero sí su energía sociopolítica. El viaje que nos propone a las páginas de un suplemento está tan marcado por el regodeo en su belleza plástica como por la asunción de que esta está llamada a desaparecer, víctima de la digitalización —de la que también ha sido objeto el New Yorker, por otra parte— y de la consecuente desaparición de los kioscos. Por supuesto, Anderson no apela directamente a este asunto —eso significaría molestarse en poner los pies en la tierra por una vez—, pero se antoja obvio desde el aire melancólico y el abundante blanco y negro que baña la película, presentándonos situaciones únicamente posibles en una era analógica e inocente. Tampoco es de recibo calificar la mirada de Anderson como reaccionaria, sin embargo, ya que su ímpetu es exclusivamente estético y está marcado por la misma pulsión que se ha adueñado de toda su filmografía según se consolidaba su desdén por el mundo y el pacto social: el fetiche.

El espíritu fetichista de la filmografía de Wes Anderson también tiene un punto de inflexión, correspondiente a cuando utilizó la India al completo como paño de lágrimas para sus protagonistas blancos en la espantosa Viaje a Darjeeling, y constatado alegremente a través de esa ejemplar dosis de orientalismo destilado que es Isla de perros. La crónica francesa, quizá por lo acotado de sus márgenes, es algo menos irritante que los títulos mencionados, e incluso se las apaña para acicalarse con un poco de honestidad extra.

No solo por el legítimo esfuerzo de que alguien quiera homenajear la revista que baja a comprar cada semana, sino también por cómo su otro gran referente forma parte inseparable de la educación cultural y sentimental de Anderson: la admiración por ‘lo francés’ que se reconoce plebeya, expresada por un texano que contempla maravillado Europa. Ya ocurría en El gran hotel Budapest con respecto a la obra de Stefan Zweig, pero La crónica francesa amplía más el tiro, y enfatiza mucho mejor los elementos que siempre han formado parte de la filmografía de Anderson, hasta el punto de que no sea descabellado considerar este último film como una «obra compendio»: una síntesis absoluta de lo que ha sido su cine, refrendada por la ausencia de un guionista que no sea él mismo.

El cine de Wes Anderson siempre ha estado muy influido por la Nouvelle Vague y por François Truffaut, hallando en el gran héroe de la obra de este último, Antoine Doinel, un espejo perfecto para sus personajes desubicados e inmaduros. Doinel, interpretado por Jean-Pierre Léaud desde Los cuatrocientos golpes, es cada joven que busca su lugar en el mundo con una mueca entre la superioridad y el analfabetismo emocional, y posiblemente nunca ha encontrado un epígono tan apropiado en nuestro tiempo como el rostro de Timothée Chalamet. Este actor protagoniza el segmento más interesante de La crónica francesa, por cómo articula al completo la propuesta política (o antipolítica) de Anderson.

Revisiones de un manifiesto nos lleva a las revueltas estudiantiles del mayo del 68 francés, donde se desplaza una periodista encarnada por Frances McDormand (inspirándose, a su vez, en la Mavis Gallant que cubrió estos acontecimientos para el New Yorker). Gracias a la implicación de la periodista y a la inmadurez del líder que interpreta Chalamet, el discurso revolucionario del movimiento es totalmente desacreditado, y no precisamente atendiendo a las críticas de índole feminista que han releído mayo del 68 en años posteriores: el esfuerzo de estos chavales es ridículo simplemente porque quieren cambiar su mundo desde una hipocresía que el egoísmo y los dramas románticos desmantelarán.

Mayo del 68 antecedió por muy poco el estreno de Besos robados, tercera aventura cinematográfica de Antoine Doinel. Y si bien Doinel ya bastante tenía en esta película con sobrevivir y encontrar el amor, el cobarde escepticismo de Anderson ante un verdadero cambio social —ante la noción de lo social como algo positivo o en camino de estarlo— contrasta con el propio rol desempeñado en aquella época por Truffaut, apoyando a los manifestantes e incluso movilizándose para que el Festival de Cannes no se celebrara. Prueba última de que Anderson, abismado en la superficialidad y el descreimiento, ha terminado siendo incapaz de corresponder a la actitud de sus ídolos, y de ofrecer una visión del periodismo que vaya más allá de lo cuqui.

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